La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en
mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por
completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna
de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar
ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de
salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a
contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas
agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A
pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos,
obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque
había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas
de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí
tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura
la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en
los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible
pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier
cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de
desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro
de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta,
pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había
separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de
vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la
caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos
que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría
envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra.
Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las
circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los
relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron
su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el
aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme,
para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la
salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las
tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a
ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre
alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna
inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi
oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba
con demasiada rapidez mi salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún
medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos
rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis
pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor
atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis
llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los
innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos
que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada
con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos
aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad?
¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado
cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por
el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que
afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con
objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite
se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido
agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la
caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales
pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del
guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella
región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos,
sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un
felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de
cuatro patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habían
despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera
extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era
posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y
piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de
conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el
escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un
fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara
posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al
visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy
quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le
sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de
largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los
extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi
olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como
la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para
defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi
alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban
esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada
mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable.
Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad,
era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del
tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una
singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a
intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el
proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a
enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que
había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la
temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables.
Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la
caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada
crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas
subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las
alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la
estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la
tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia
en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a
abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se
había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos.
La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo
surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba
y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto
de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante
irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz.
Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que
pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando
llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba
casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa
respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que
debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba
correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, guiada
por mi
sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la
piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte
respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché
cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el segundo
proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por
completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me
invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en
forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no
había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin,
un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me
acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de
su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan
aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por
la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una
sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una
serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía.
Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo
abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se
acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender
por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba
sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es
habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí
mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con
protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de
conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la
entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la
orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales
que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última
vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado
por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia
a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que
averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi
víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la
terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más
blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y
dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más
extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos
hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de
grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje
era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de
una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y
era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo,
salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre
los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la
criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era
singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido
antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo
dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies
no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que,
como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y
casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de
cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el guía
sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de
súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin
ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el
tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su
cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado
por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no
debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido,
que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó
débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció
conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y
los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo,
de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan
petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí
de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible
contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras
especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por
completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban
enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e
infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la
enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se
abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el
descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló
con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la
pared fantasmagóricas sombras en movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos
llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.
El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los
sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la
criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda
verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita,
era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!
H.P. Lovecraft